viernes, 23 de abril de 2010

SEMINARIO DE HISTORIA POLÍTICA ARGENTINA




Este año la Argentina cumple doscientos años de su sueño colectivo inconcluso: la revolución de mayo.

Será una excusa notable para abrir lugares de encuentro entre distintas generaciones y repasar por qué vale la pena estar enamorados de algo que va mucho más allá de la camiseta de la selección de fútbol.

Por eso les ofrezco este seminario que lleva como título, “Historia política de la esperanza”.

Desde la investigación periodística hemos aprendido a vislumbrar aquellos proyectos encarnados en las mayorías populares y los factores de poder que siempre intentaron abortarlos.

Creo que es una propuesta dinámica y que, por sobre todo, entusiasma al público joven por esa gran necesidad de recuperar un sentido colectivo para la existencia en estos arrabales del mundo.

En lo particular es un desafío muy interesante llevar la discusión de la historia con formato de programa de televisión en vivo y trabajar, durante todo el año 2010, con esta perspectiva de volver a encontrarnos con los grandes ideales paridos por las mayorías argentinas.



A cargo de Carlos Del Frade, se llevará a cabo todos los viernes de mayo (7,14, 21 y 28) a las 20 hs. en la Biblioteca Popular Florentino Ameghino.

domingo, 18 de abril de 2010

Bicentenario



Por Carlos DelFrade
…Ved en el trono a la noble igualdad…Así dice el himno nacional. La canción que cada vez se canta con menos ganas. En las escuelas, en los actos, en la canchas…En ese verso está sintetizado el ideal, el sueño colectivo inconcluso de la Revolución de mayo de 1810: ver en el trono de la vida cotidiana a la noble igualdad.
Pero los pibes y las mayorías argentinas sienten, saben y comprueban que en la realidad esa idea fuerza no tiene mucho sentido.
Doscientos años después del inicio de aquella esperanza, el 70 por ciento de los trabajadores ganan menos de dos mil pesos mensuales y casi el 90 por ciento de los jubilados perciben menos de mil pesos mensuales. Están lejos, muy lejos del valor real de la canasta familiar que ronda los cuatro mil pesos.
Y mientras tanto, la multinacional Cargill –asentada en una maravillosa cintura cósmica que dibuja el río Paraná en las barrancas de Puerto General San Martín y sobre tierras que deberían ser cuidadas porque allí hay un monumento histórico que recuerda la batalla de Punta Quebracho- factura 38 mil pesos cada sesenta segundos.
En el trono de la vida cotidiana, entonces, no está lo noble igualdad.
Todo lo contrario. En el trono de la vida cotidiana rige la innoble desigualdad.
Por eso, quizás por eso, el himno se canta cada día con menos ganas en estos atribulados arrabales del mundo.
Sin embargo el presente y el futuro siguen abiertos.
Doscientos años atrás un puñado de menos de ciento setenta tipos cuya edad promedio no superaba los treinta y cinco años decidieron inventar un país. Una nueva nación sobre la faz del planeta. Y no solamente le pusieron un gobierno propio –el sentido político de aquel mayo de 1810- sino que decidieron contagiar el amor que sentían por palabras tales como igualdad, libertad e independencia a los habitantes de un pueblo que sabían que existía pero que no conocían.
Y allá fueron aquellos dirigentes que ya estaban “hechos” económicamente y que, sin embargo, apasionados por el proyecto, por el sueño colectivo de construir un país libre donde la igualdad estuviera en el trono de la vida cotidiana, abandonaron sus comodidades individuales y viajaron a pelear por hacer tangible y concreta la revolución.
Quedaron las cartas de hombres como Manuel Belgrano que decía que el objetivo de la revolución y la política es lograr “la felicidad del pueblo” y que para concretarla era preciso “conseguir la repartición de la riqueza” e ir en contra de las minorías del privilegio. Ese mismo Belgrano que cuando avanza hacia el interior profundo de las provincias describe a su ejército como un grupo de mil quinientos desesperados que no tienen en qué creer. Y que por lo tanto decide inventar algo, un símbolo donde vean que la cosa va en serio y entonces el 27 de febrero de 1812 crea la bandera. Doscientos años después hay mucha gente que no cree, que no tiene esperanzas, que precisar volver a enamorarse de ideales que trasciendan la suerte privada e individual.
Quizás por eso venga bien repasar el origen y desarrollo de aquella primera revolución, porque en su proyecto inconcluso está la invitación para protagonizar una segunda etapa que definitivamente haga realidad la consigna síntesis del himno de ver en el trono de la vida cotidiana a la noble igualdad.
Porque detrás de tanta falsificación histórica, es necesario descubrir en los textos de Mariano Moreno, del propio Belgrano, en los hechos de Artigas y San Martín, aquel amor que se continúa en cada uno de los integrantes de las mayorías.
Para ser protagonistas y no solamente comparsa de la historia. Para ser actores y no espectadores, consumidores consumidos de grandes empresas llamadas medios de comunicación que necesitan que los que son más se mantengan mirando los resultados de un país donde los negocios de pocos jamás tienen en cuenta las urgencias de los muchos.
Porque cuando Moreno escribe que es necesario “ir en contra de las riquezas acumuladas en pocas manos porque son perjudiciales al país”, porque esas concentraciones de dinero se transforman “en agua estancada que pudren las demás actividades de la vida”, está marcando un proyecto político que no solamente habla de lo imaginado en 1810 sino de lo necesario en 2010. Moreno pide “descontentar” a las grandes riquezas. Aquel primer secretario de la junta, aquel primer desaparecido de la historia –envenenado y arrojado al mar tal como hicieron con miles de militantes revolucionarios de los años setenta- pretende un gobierno, una política que subordine a las grandes riquezas, no que sea socia minoritaria de los permanentes dueños del país. Moreno dice que la revolución debe garantizar que un maestro gane lo mismo que el presidente. Ese espíritu de la revolución no prescribió. Está vivo en las necesidades de las mayorías del presente.
Doscientos años después es preciso recordar al gran líder popular de estas tierras, José Gervasio Artigas, aquel que hiciera verdad una forma de vivir que bien podría contrastar con los actuales y permanentes reclamos en torno a la inseguridad. Artigas estableció tres momentos de la revolución: “independencia, igualdad y seguridad”. No habrá seguridad si primero no se logra una política autónoma y se garantizar la igualdad. Después si, habrá seguridad. Ese Artigas no parece un fantasma del siglo diecinueve sino un referente del tercer milenio.
Bicentenario que debe pensar y repensar a San Martín. El hombre que más monumentos, bronce y nombres de calles, avenidas, plazas y pueblos tiene en la Argentina. Pero San Martín resulta un desconocido para los argentinos. Porque cuando fue gobernador en Cuyo, Capitán General en Chile y Protector del Perú, siempre estableció un primer decreto: prohibido emitir metálico para pagar compromisos con el extranjero. En buen romance: San Martín decidía no pagar jamás deudas externas hasta no saciar las deudas internas. Sería bueno en estos seis años que van desde el bicentenario de la revolución de mayo al de la independencia declarada en Tucumán, que cuando llegue el repetido 17 de agosto, cuando algún funcionario de ocasión diga la consabida y falsa frase de seguir el ejemplo de San Martín, alguien, cualquiera pueda decirle: “¿Y por qué no empezás vos no pagando la ilegítima deuda externa como hacía Don José?”.
En la discusión sobre lo ocurrido en estos doscientos años está la oportunidad de volver a enamorar a las mayorías argentinas de aquel proyecto inconcluso.
De transformar la vida de los espectadores en una lúcida pelea cotidiana por completar aquella revolución inconclusa.
Porque la identidad de un pueblo como la identidad de una persona no se define por la procedencia de su apellido sino por la conciencia de sus sueños y sus acciones por convertirlos en realidad.
En el palpitante recuerdo de mayo de 1810 descansa la historia política de la esperanza, esa que sirve para el presente, para el futuro y no para el pasado.
Esa esperanza que sirve para nuestro presente, para que nuestros hijos sientan que viven en un lugar donde la igualdad está en el trono de la existencia cotidiana.